Ratko Mladic, el lado más oscuro de los Balcanes

El general Ratko Mladić (centro) llega para participar en las conversaciones de mediación de las Naciones Unidas en el aeropuerto de Sarajevo, en junio de 1993. (Fuente: Wikimedia Commons)

La condena a cadena perpetua al comandante serbobosnio cierra algunos de los capítulos más negros de la historia reciente de Europa. Serbia ya no es el mismo país que le proclamó héroe

En ciudades como Belgrado, encontrar a día de hoy ‘merchandising’ que glorifique a figuras como Ratko Mladic o Radovan Karadzic es mucho más difícil que antaño. La Serbia de hoy ya no es el país que, durante muchos años, protegió a los líderes serbobosnios de la persecución internacional. Aunque el Tribunal de La Haya siga sin ser muy popular, la mayoría de los serbios ha aceptado que sus héroes de la guerra (también) cometieron atrocidades inaceptables, y la condena a cadena perpetua contra Mladic por genocidio no ha levantado las ampollas de antaño.

La primera muestra de que existía otra Serbia, una que rechazaba frontalmente el sangriento proyecto nacionalista y excluyente de Slobodan Milosevic, la dio la propia hija de Mladic, Ana: en 1994, cogió una de las pistolas de su padre y se voló la cabeza, como forma extrema de protesta contra aquello en lo que él se había convertido. En su proceso de rechazo había tenido mucho que ver su novio, un médico y activista de derechos humanos que consideraba a Mladic un criminal de guerra.

Por aquel entonces, el general serbobosnio ya había tenido tiempo de mostrar su rostro más oscuro, ayudando a ejecutar el asedio de Sarajevo y a masacrar a la población civil mediante morteros y francotiradores. Como máximo comandante militar de las fuerzas serbobosnias, además, era el responsable último de numerosos actos de limpieza étnica en la Bosnia rural.

Mladic, sin embargo, aún no había protagonizado el que sería el episodio más sangriento de su carrera: la matanza de Srebrenica, la peor masacre cometida en Europa desde la Segunda Guerra Mundial, en la que 8.000 varones musulmanes fueron asesinados por tropas serbias. El general fue capaz de asegurar a las madres y esposas de las víctimas que sus parientes estaban a salvo mientras éstos estaban siendo conducidos al matadero. Según relata el periodista estadounidense David Rohde -que cubrió la guerra de Bosnia y visitó el lugar un mes después- en su libro “Endgame”, considerado el relato más exhaustivo sobre los sucesos de Srebrenica, Mladic supervisó personalmente muchas de las ejecuciones.

Tal vez, si la guerra no hubiese sido tan cruel, las cosas podrían haber sucedido de otro modo. Mladic llevaba el heroísmo en la sangre: su padre, Nedja, había muerto en 1945 combatiendo a los milicianos ustachas apoyados por los ocupantes nazis. Militar de carrera que mandó unidades del ejército yugoslavo en Macedonia y Kosovo, había ascendido a coronel cuando en 1991 estalló la guerra. Su valentía rozaba la temeridad: dirigía personalmente las hostilidades en el frente croata, llegando a participar en operaciones de desminado. Tras la proclamación de la República Srpska en Bosnia, Mladic se puso al mando de sus fuerzas militares. Pero no hay honor posible en un conflicto que requería de la limpieza étnica para forjar un proyecto nacional.

El final de la guerra trajo el reconocimiento a quienes habían luchado por la patria serbia. Pero los vientos no tardaron en cambiar de dirección: el impulso dado al Tribunal Especial para la Ex Yugoslavia en La Haya en 1997 puso contra las cuerdas a las autoridades serbias, que debían decidir si cooperaban con la comunidad internacional o protegían a “los suyos”. Mientras Milosevic estuvo en el poder, la elección estuvo clara. Pero tras su caída en 2000, la cuerda se tensó para los fugitivos, entre los que destacaba, por su propio peso, un Mladic que no se arrepentía de nada.

Hasta 2002, el comandante gozó de la protección del ejército serbio, que le mantuvo más o menos oculto en cómodas instalaciones militares distribuidas por todo el país. Pero incluso después de que las fuerzas armadas se viesen obligadas a marcar distancias con él, Mladic dispuso de una red de apoyo entre los servicios de seguridad serbobosnios, dirigida por Jovo Djogo, un antiguo coronel que organizó el alquiler de una serie de pisos en el extrarradio de Belgrado. En uno de ellos, en la calle Yuri Gagarin, llegó a ser vecino de otro fugitivo notorio, Karadzic, aunque probablemente ninguno de los dos lo supo.

El periodista de The Guardian Julian Borger publicó el año pasado un libro titulado “The Butcher’s Trail” (“La pista del carnicero”), que relata de forma exhaustiva la búsqueda y captura de los criminales de guerra imputados en La Haya. Mediante entrevistas a numerosos testigos e individuos implicados, Borger ha reconstruido al detalle la década y media que Mladic pasó a la fuga: de base militar en base militar, alojado en casas de simpatizantes y parientes o en los apartamentos preparados por su red de protectores, y, finalmente, en una finca familiar en Lazarevo.

Sus últimos días en la clandestinidad fueron amargos. La tensión de una fuga de 14 años, en condiciones materiales cada vez más precarias, le pasaron factura: sufrió un derrame cerebral que le dejó en un frágil estado de salud, sin poder, además, recibir atención médica en condiciones. Esta situación alarmó a sus parientes, que empezaron a llamar a sus guardianes para interesarse por su condición. Estas llamadas fueron la pista definitiva que condujo a las autoridades hasta él.

Mladic había prometido que no le capturarían vivo. Le había pedido a su primo Branislav que, si alguien aparecía para arrestarle, le pegase un tiro con su propia arma. Pero en el momento en el que llegó la policía, Branislav había salido. El militar tampoco tuvo fuerzas para quitarse la vida. Cuando el policía que entró en la casa le preguntó quién era, él, exhausto, optó por decir la verdad: “Soy Ratko Mladic”.

Tras su detención, solo hizo una petición: que le permitiesen visitar la tumba de su hija Ana. Sus captores le permitieron pasar media hora a solas ante la lápida. Inmediatamente después fue montado en un avión y transferido a La Haya. El resto es historia. Una historia que, por suerte para Serbia y para el resto de los Balcanes, concluye hoy.

Publicado originalmente en El Confidencial el 22/11/2017

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